“(…) -¿Sabes lo que es un poema, Esther?
-No, ¿qué es? –decía yo.
-Un grano de polvo.
Entonces, cuando él
comenzaba a sonreír y a mostrarse orgulloso, yo diría:
-También lo son los
cadáveres que cortas. También lo es la gente a la que crees curar. Son polvo
como el polvo mismo es polvo. Calculo que un buen poema dura mucho más que
cientos de esas gentes juntas.
Y, por supuesto, Buddy no
sabría qué responder porque lo que yo decía era cierto. (…)”
“(…)
Mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento.
De
la punta de cada rama, como si de un grueso higo morado se tratara, pendía un
maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar
feliz e hijos y otro higo era un famoso poeta, y otro higo era un brillante
profesor, y otro higo era E Ge, la extraordinaria editora, y otro higo era
Europa y África y Sudamérica y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y
un montón de otros amantes con nombres raros y profesiones poco usuales, y otro
higo era una campeona de equipo olímpico de atletismo, y más allá y por encima
de aquellos higos había muchos más higos que no podía identificar claramente.
Me
vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de
hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y
cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo
estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a
tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies. (…)”
Anoto.
Está dictando ilustraciones, está dictando sabores, está dictando sonidos, está
componiendo con color y aristas. Entretanto raja la garganta mediante ecos de
similitud. Un mes después, tres antes y el sucederse a destiempo que sólo
refiere a éste como reprimenda, recuerdo de despojo. Reverbera sí,
encierra, sí, agudo y constante.
Sólo
me he atrevido a entresacar las ilustraciones dichas al dictado, el resto
hubiera sido todo y aún una totalidad extrema. Asumo cobardía de selección.
“(…)
Luego pensé que tal vez podría dejar los estudios por un año y aprender
alfarería.
O
trabajar para irme a Alemania y ser camarera hasta que fuese bilingüe.
Luego,
un plan tras otro comenzaron a brincar por mi cabeza, como una familia de
conejos dispersa.
Vi
los años de mi vida dispuestos a lo largo de una carretera como postes
telefónicos, unidos por medio de alambres. Conté uno, dos, tres… diecinueve
postes telefónicos, y luego los alambres pendían en el espacio y por mucho que
lo intentara no podía ver un solo poste más (…)”
“(…)
El esquema de color de todo el sanatorio parecía estar basado en el hígado.
Ebanistería oscura, brillante, sillas de cuerdo de tono tostado, paredes que
una vez pudieron ser blancas pero que habían sucumbido a un mal de moho o
humedad generalizado. Un linóleo pardo moteado cubría todo el suelo. (…) Por un
minuto pensé que las paredes habían empezado a descargar la humedad que las
saturaba. (…)Seguí a Buddy y el señor Willard me siguió a mí a través de un par
de puertas batientes con láminas de brillo esmerilado a lo largo de un oscuro
pasillo de color hígado, que olía a cera para pisos y a lisol y a otro olor más
vago, como de gardenias marchitas(…)”
“(…) Al principio me preguntaba por qué la habitación
parecía tan segura. Luego me di cuenta de que era porque no tenía ventanas. (…)Parecía
tonto lavar un día cuando tendría que volver
a lavar al siguiente.
(…) Entonces vi que algunas de las personas en realidad se
movían un poco, pero con gestos tan pequeños, como de pájaro, que al principio
no lo había percibido. (…) Entonces mi mirada se deslizó por sobre la gente
hasta la llamarada verde de más allá de las diáfanas cortinas, y me sentí como
si estuviera sentada en el escaparate de una enorme tienda. Las figuras que me
rodeaban no eran gente, sino maniquíes pintados para que parecieran gente y
colocados en actitudes que imitaban la vida. (…)”
“(…) Cuanto más incurable se vuelve, más lejos lo esconden a
uno. (…)”
“(…) Alrededor de la bandeja de esmalte volcada resplandecía
una estrella de fragmentos de termómetros, y las bolitas de mercurio temblaban
como rocío celestial.
-Lo siento –dije-. Fue un accidente. (…) Me llevaron, con cama y todo, al viejo
cuarto de la señora Mole, pero no antes de que yo hubiera recogido una pelotita
de mercurio. (…)
Abrí los dedos como una niña con un secreto y sonreía a la
esfera plateada pegada a mi palma. Si la dejaba caer, se rompería en un millón
de diminutas réplicas de mí misma, y si las arrimaba unas a otras se fundirían,
sin una grieta, nuevamente en un todo. (….)”
“(…) –Me pregunto con quién te casarás ahora, Esther. Ahora
que has estado… (…) aquí. (…)”
La campana de cristal (1963),
Sylvia Plath. Traducción de Elena Rius. Editorial Edhasa; Colección diamante. Marzo
de 2008, España.
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